Cruce de caminos

29 septiembre 2007

CLAUDIA

El invierno había sido duro para todos en la comarca. Como si el dolor de la pérdida se extendiese de su corazón a sus dominios: las cosechas se habían malogrado a causa de una helada; los lobos hambrientos habían diezmado los rediles de ovejas; el río, sin causa aparente, no traía sus acostumbradas truchas y demás pesca. Parecía como si la muerte del señor hubiese extendido un manto de muerte, saliendo desde las ventanas de su dormitorio hasta alcanzar el más remoto rincón de la casa más lejana del señorío. El invierno había sido duro y frío, en su corazón y en el de todos sus súbditos. Por eso, había decidido atraer a la primavera con sus mejores artes de invocación de bienaventuranzas.

Bajó las escaleras a las que sólo ella tenía acceso y que llevaban a su tesoro. No el tesoro que su marido había estado tan orgulloso de poseer, no. El tesoro que su buen hacer, su control de los gastos, su esfuerzo y previsión, habían logrado reunir. Un tesoro de monedas, pero también de recursos menos ostentosos pero a veces mucho más necesarios. A fin de cuentas, el oro no puede comprar aquello de lo que el invierno ha privado a todos. No hay dinero en el mundo que pague por un trigo que no se ha recolectado, unas crías de oveja que no han nacido, una lana, un algodón, una leña que no se han podido recolectar o que ha ardido. Su tesoro era oro, sí, pero tambiuén todo lo que en una carestía se puede desear.

La luz primaveral iba robando cada día más minutos de buen sol a las largas noches invernales. El frío gélido iba dando paso a la templanza y sus verdores. Las salas y salones del palacio se vestían para una gran fiesta. Sus emisarios habían ido llegando a lo largo de toda la semana, y poco a poco los establos del castillo se llenaban de validos y mujidos, relinchos y gruñidos. Los perros de caza ladraban excitados presintiendo la tibieza y el aroma de la sangre. En las cocinas las manos no daban abasto y se teñían de blanco amasando panes y pasteles. El palacio bullía con la actividad desenfrenada, los nervios y la alegria palpables en el ambiente ante la cercanía del gran acontecimiento. Por una vez, los salones se engalanarían no para las grandes damas y caballeros de la más exquisita nobleza, sino para el pueblo, los campesinos, los ganaderos. Todos los detalles se estaban cuidando con esmero. Nada de pomposos estandartes y doradas telas: los fríos salones de piedra se cubrirían de las más bellas flores silvestres, de hojas de yedra, de trenzas de trigo y cebada. Las antorchas arrojarían su luz sobre las mesas de nobles maderas cubiertas con blancos manteles de lino. Las salas se perfumarían con romero, albahaca, lavanda. Un banquete, sí, pero uno donde los comensales se sintiesen como en su propia casa, y no cohibidos por palbras y adornos grandiosos. La primavera sería recivida en sus salas como de verdad se merecía: con las sonrisas y la alegría de todo el lugar, las muchachas, los jóvenes, los niños y los abuelos. Los maridos esforzados y los esposas entregadas. Las viudas añejas y los jóvenes abandonados. Todos tendrían su sitio en su fiesta. Incluso, con un poco de suerte, aquellos extraños que llevaba tanto tiempo viendo en sus sueños.

JUANA

Juana soltó el aire que había contenido en sus pulmones de golpe, sonrió aliviada y corrió hacia Alfonso con sus brazos extendidos. Pero entonces paró en seco, frunció el ceño y le propinó una bofetada.

- ¿Pero qué haces? – preguntó Alfonso, sorprendido, aunque a decir verdad no muy dolorido.
- ¡Tú! – le gritó Juana- Tú lo sabías, traidor. ¡Y no me dijiste nada!
- Te juro que no lo supe hasta hace unos meses – confesó- Creí que tú también lo sabías, que tu silencio se debía a que estabas siendo discreta, o tal vez sentías algo de vergüenza. No sabía que te parecería algo tan horrible.

El joven caballero bajó la mirada y relajó sus hombros. Parecía abatido, y Juana sintió una punzada de culpabilidad. Al fin y al cabo, se había marchado sin dar mas explicaciones, y era fácil que él pensara…

- Alfonso – dijo suavemente- Te aseguro que si mi intención fuera casarme, no habría mejor marido en el mundo para mí que tú. No te ofendas, por favor, pues no es esa la razón de mi huida. Me marché porque no podía soportar la idea de ver mi vida reducida a criar hijos rollizos y fuertes, a elegir qué comeremos en los festejos de primavera o a bordar las camisas de mi marido y señor.
- No quisiera yo que corrieras ese destino – explicó Alfonso- Ni tampoco tuve derecho a elegir esposa. No te culpo por escapar en mitad de la noche sin despedirte de mí, ni tampoco he venido para llevarte a rastras. He venido porque me voy contigo.

Las palabras de Alfonso cayeron como una losa en medio del silencio. Su voz denotaba determinación, su mirada era decidida. Su afirmación, no requería respuesta, pues no era una pregunta: era como el destino que se graba a fuego en piedras eternas, algo que no se podía cuestionar.

Y así cabalgaron, uno junto al otro. Juana todavía no sabía dónde iban, ni cómo vivirían, ni qué los esperaba al final de su camino. Pero sí sabía con certeza, que Alfonso permanecería a su lado. Y eso hizo que lo demás dejara de tener importancia.

14 septiembre 2007

YSABEL

Jorge se sentó en el suelo, se encontraba cansado después de un día tan completo de viaje… Cerró los ojos y liberó sus sentidos: podía oír perfectamente el aire que acariciaba las hojas de los robes y nogales de su alrededor, grandes hojas que comenzaban a tornar sus colores, de un verde brillante a un amarillo apagado hasta terminar en un marrón casi rojizo, a lo lejos el sonido del arroyo cercano le trajo recuerdos de días felices, días con sus hermanos jugando en el río. De repente comenzó a soplar una suave brisa que le proporcionó una agradable sensación de fresco, ya que el sol comenzaba a calentar pese a encontrarse en los primeros días del otoño. Poco a poco su cuerpo se dejó llevar a otro mundo, fue arrastrado por a los brazos de Morfeo que le llevó a ese mundo en el cual no había persecuciones, ni tenía que huir, en el que podía pasarse días enteros en la misma ciudad disfrutando de todo, haciendo sus malabares, paseando o sencillamente quedarse sentado observando a la gente pasar, era un mundo de paz… Así estuvo, en medio de sueños imposibles, hasta que el ruido de unos cascos le hizo salir de su ensoñación y una oleada de pánico recorrió su cuerpo.