Cruce de caminos

28 marzo 2007

JUANA

Cabalgó toda la anoche, y toda la mañana siguiente. Al mediodía tuvo que parar a las afueras del segundo pueblo que cruzó. Ni el caballo ni ella podían aguantar mucho más.

La soledad del lugar y el cansancio habían hecho mella en su estado de ánimo. La confianza y seguridad con la que tomó las riendas de Olimpios en la noche cerrada se habían evaporado mientras cabalgaba. Tenía hambre y mucho sueño, y no tenía a dónde ir.

En un riachuelo diminuto que nacía de las entrañas mismas de la montaña se lavó la cara y se sentó a pensar. Olimpios bebía a su lado.

Tal vez había sido una decisión estúpida y precipitada, se dijo. ¿A dónde pensaba ir? ¿Cómo y dónde viviría? ¿Acaso conocía a alguien lejos de su hogar?

La idea de casarse con Alfonso y dedicar el resto de su vida a amar y servir seguía pareciéndole un suicidio. Pero no más que marchar sin rumbo a quién sabe dónde y vivir de Dios sabe qué.

Pobre Alfonso, pensó. Para él sería una humillación. La noticia se conocería en todo el condado, y las mujeres aburridas susurrarían en las esquinas. Su padre se enfadaría y su madre lloraría imaginando a su hijo sin descendencia.

En ese momento, Juana oyó un crujido justo detrás de ella. La sangré se le heló, y el corazón empezó a palpitar con fuerza. Las piernas le temblaban. ¿Y si eran ladrones? ¿O algo peor? Lamentó profundamente haber sido tan estúpida como para huir de su casa sin una daga, o una espada, o cualquier cosa que sirviera para defenderse. Las ramas más cercanas se separaron, y un hombre apareció tras ellas. Y un caballo detrás.

- Creo que esta es la mayor tontería que has hecho nunca- dijo Alfonso- ¡Y ni siquiera has tenido la decencia de hacerme partícipe!

09 marzo 2007

YSABEL

Cabalgó toda la noche, sin mirar atrás, intentando no pensar pues su cabeza no paraba de decirla que todo aquello era una locura aunque en su corazón sabía que estaba haciendo lo correcto. Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a asomarse por el este decidió parar al lado de un arroyo para que su querida Aura pudiera descansar y beber algo de agua, ella se encontraba demasiado nerviosa como para lograr dormir, solo quería llegar y poder hablar con ella, decidió que era mejor no pensarlo y se dedicó a observar el paisaje, adoraba el efecto de aquella luz tenue que comenzaba a posarse. Mientras contemplaba su alrededor comenzó a recodar los últimos meses, la verdad es que todo parecía haberse precipitado tanto… Sus padres denegaron su matrimonio con Gabriel por la poca fortuna que el poseía por lo que él partió a buscarla, después sus padres aprovecharon para comprometerla con Felipe, que poseía una gran fortuna, y aunque al principio parecía que la trataba con el respeto debido a una Dama, poco a poco fue descubriendo como se dedicaba a cortejar a otras damas con las cuales mantenía muchas veces algo más que palabras… Y esas noticias se extendieron de tal forma que ella terminó sufriendo el escarnio de las jóvenes damas del pueblo que se ensañaban reprochándola el no esperar a Gabriel.
Sacudió la cabeza y decidió que era momento de continuar, no quería entretenerse en demasía, pues en cuanto sus padres descubrieran su desaparición comenzarían a buscarla, en cambio, si se encontraba en lugar seguro, jamás la encontrarían, pero estando en los caminos desiertos… todo era posible y solo de pensarlo un escalofrío recorría su espalda:
-“Vamos Aura, te prometo que cuando lleguemos dejaré que descanses varios días” –susurró mientras acariciaba su lomo y se impulsaba para subir. Cabalgó varias horas antes de divisar el castillo, una sonrisa asomó a su rostro:
“Venga pequeña, ya queda poco”- Animó a su fiel corcel.

Lo que Ysabel no se imaginaba era el rumbo que tomaría en ese momento su camino.

08 marzo 2007

CLAUDIA

La mañana había traído un airé cálido y una fragancia a retoños verdes, blancos, rojos. Pese al luto, Claudia no había permitido que sus jardineros descuidaran los cuidados debidos a jardines y huertos de frutales. La luz de la primavera no había venido sola. Trajo con ella colores y olores de la tierra viva y floreciente, y se adivinaban también los sabores añorados que el verano dejaría en sus platos. Claudia quería que todo eso inundase cada estancia y rincón de su castillo. Porque era su castillo. Claudia no sólo era la señora: era el alma y la cabeza del condado. Ya era así en vida y presencia de su marido, el señor, pues aunque éste era muy querido por todos sus vasallos, y respetado y obedecido, siempre había sido su esposa quien representaba la autoridad en el castillo y fuera de él.

Fernando, su ahora difunto esposo, la había conocido cuando ella apenas tenía trece años, y desde ese momento había sabido apreciar a la mujer que pronto sería, pues muchas de sus buenas cualidades ya estaban presentes en aquella niña espigada y de cabellera cobriza que miraba con serenidad de adulta y lo que, sospechaba, era sabiduría más propia de una anciana que de una adolescente. Cuando, tres años más tarde, se convirtió en su esposa, comprobó que sus sospechas eran ciertas, aunque en ningún momento había sospechado que a las cualidades de su carácter se uniría una belleza de la que no se cansaría a lo largo de los muchos años que duró su matrimonio.

Su matrimonio, sin embargo, se había terminado. Claudia echaba de menos a su esposo. Cada día y cada noche sentía que una parte de su ser había quedado mutilada, tullida, aunque donde exactamente de todo su cuerpo era difícil de precisar. A veces eran sus ojos los que parecían no conseguir ver bien nada; otras sus manos las que carecían del tacto acostumbrado. Las noches eran más frías y secas que ninguna otra primavera que recordase. Y un extraño frío que ninguna chimenea lograba caldear se había asentado en esa parte del pecho que siempre le había reservado a él y sólo a él, desde que, al casarse, Fernando la había dejado libre para decidir cuándo permitirle acercarse a su cuerpo y a su corazón, como compensación, tal vez, a no haber podido escoger con quien desposarse. Fernando se había ganado su amor, y ese amor había sido la piedra sobre la que todo su mundo había prosperado.

La vida sin ese amor era el mayor desafío al que Claudia jamás se había enfrentado.

04 marzo 2007

JUANA

- ¡¡¡HE DICHO QUE NO LO HARÉ, Y NO PIENSO HACERLO!!!

Los jarrones volaban por el cuarto de Juana chocando estrepitosamente con paredes, tapices, cuadros, y estallaban en mil pedazos. Los retratos de parientes lejanos (y la mayoría, muertos) lucían ahora manchas de agua sucia y trozos de cristal. Pronto la tomaría con los almohadones, las bandejas y en definitiva, con todo lo que estuviese en su habitación.

La noticia de su compromiso no había acompañado la alegría acostumbrada de estas ocasiones. No es que no quisiese a Alfonso. Le quería mucho porque habían crecido juntos. Aprendieron juntos a montar y a bailar, robaron manzanas de la cocina a los seis años y una yegua a los catorce, que fue recuperada con enfado por dos viejos amigos: sus padres.

Juana siempre tuvo la sospecha de que este momento llegaría, pero prefería no pensar en ello cuando Alfonso y ella perseguían conejos en el bosque más cercano a sus casas, e ignoraba la sonrisa complacida de su madre cada vez que le decía que se iban juntos a por nueces, mariposas, o cualquier otra cosa.

Pero el día llegó. Y cuando Juana se negó en rotundo a casarse con Alfonso su padre se enfadó muchísimo. Le recordó que no tenía derecho a cambiar, de ningún modo, los planes que habían hecho para ella, y Juana se pasó el resto de la noche destrozando su habitación y sin cenar. Al amanecer tomó su decisión. Y a la noche siguiente, cogió su caballo y se marchó.