CLAUDIA
El invierno había sido duro para todos en la comarca. Como si el dolor de la pérdida se extendiese de su corazón a sus dominios: las cosechas se habían malogrado a causa de una helada; los lobos hambrientos habían diezmado los rediles de ovejas; el río, sin causa aparente, no traía sus acostumbradas truchas y demás pesca. Parecía como si la muerte del señor hubiese extendido un manto de muerte, saliendo desde las ventanas de su dormitorio hasta alcanzar el más remoto rincón de la casa más lejana del señorío. El invierno había sido duro y frío, en su corazón y en el de todos sus súbditos. Por eso, había decidido atraer a la primavera con sus mejores artes de invocación de bienaventuranzas.
Bajó las escaleras a las que sólo ella tenía acceso y que llevaban a su tesoro. No el tesoro que su marido había estado tan orgulloso de poseer, no. El tesoro que su buen hacer, su control de los gastos, su esfuerzo y previsión, habían logrado reunir. Un tesoro de monedas, pero también de recursos menos ostentosos pero a veces mucho más necesarios. A fin de cuentas, el oro no puede comprar aquello de lo que el invierno ha privado a todos. No hay dinero en el mundo que pague por un trigo que no se ha recolectado, unas crías de oveja que no han nacido, una lana, un algodón, una leña que no se han podido recolectar o que ha ardido. Su tesoro era oro, sí, pero tambiuén todo lo que en una carestía se puede desear.
La luz primaveral iba robando cada día más minutos de buen sol a las largas noches invernales. El frío gélido iba dando paso a la templanza y sus verdores. Las salas y salones del palacio se vestían para una gran fiesta. Sus emisarios habían ido llegando a lo largo de toda la semana, y poco a poco los establos del castillo se llenaban de validos y mujidos, relinchos y gruñidos. Los perros de caza ladraban excitados presintiendo la tibieza y el aroma de la sangre. En las cocinas las manos no daban abasto y se teñían de blanco amasando panes y pasteles. El palacio bullía con la actividad desenfrenada, los nervios y la alegria palpables en el ambiente ante la cercanía del gran acontecimiento. Por una vez, los salones se engalanarían no para las grandes damas y caballeros de la más exquisita nobleza, sino para el pueblo, los campesinos, los ganaderos. Todos los detalles se estaban cuidando con esmero. Nada de pomposos estandartes y doradas telas: los fríos salones de piedra se cubrirían de las más bellas flores silvestres, de hojas de yedra, de trenzas de trigo y cebada. Las antorchas arrojarían su luz sobre las mesas de nobles maderas cubiertas con blancos manteles de lino. Las salas se perfumarían con romero, albahaca, lavanda. Un banquete, sí, pero uno donde los comensales se sintiesen como en su propia casa, y no cohibidos por palbras y adornos grandiosos. La primavera sería recivida en sus salas como de verdad se merecía: con las sonrisas y la alegría de todo el lugar, las muchachas, los jóvenes, los niños y los abuelos. Los maridos esforzados y los esposas entregadas. Las viudas añejas y los jóvenes abandonados. Todos tendrían su sitio en su fiesta. Incluso, con un poco de suerte, aquellos extraños que llevaba tanto tiempo viendo en sus sueños.
Bajó las escaleras a las que sólo ella tenía acceso y que llevaban a su tesoro. No el tesoro que su marido había estado tan orgulloso de poseer, no. El tesoro que su buen hacer, su control de los gastos, su esfuerzo y previsión, habían logrado reunir. Un tesoro de monedas, pero también de recursos menos ostentosos pero a veces mucho más necesarios. A fin de cuentas, el oro no puede comprar aquello de lo que el invierno ha privado a todos. No hay dinero en el mundo que pague por un trigo que no se ha recolectado, unas crías de oveja que no han nacido, una lana, un algodón, una leña que no se han podido recolectar o que ha ardido. Su tesoro era oro, sí, pero tambiuén todo lo que en una carestía se puede desear.
La luz primaveral iba robando cada día más minutos de buen sol a las largas noches invernales. El frío gélido iba dando paso a la templanza y sus verdores. Las salas y salones del palacio se vestían para una gran fiesta. Sus emisarios habían ido llegando a lo largo de toda la semana, y poco a poco los establos del castillo se llenaban de validos y mujidos, relinchos y gruñidos. Los perros de caza ladraban excitados presintiendo la tibieza y el aroma de la sangre. En las cocinas las manos no daban abasto y se teñían de blanco amasando panes y pasteles. El palacio bullía con la actividad desenfrenada, los nervios y la alegria palpables en el ambiente ante la cercanía del gran acontecimiento. Por una vez, los salones se engalanarían no para las grandes damas y caballeros de la más exquisita nobleza, sino para el pueblo, los campesinos, los ganaderos. Todos los detalles se estaban cuidando con esmero. Nada de pomposos estandartes y doradas telas: los fríos salones de piedra se cubrirían de las más bellas flores silvestres, de hojas de yedra, de trenzas de trigo y cebada. Las antorchas arrojarían su luz sobre las mesas de nobles maderas cubiertas con blancos manteles de lino. Las salas se perfumarían con romero, albahaca, lavanda. Un banquete, sí, pero uno donde los comensales se sintiesen como en su propia casa, y no cohibidos por palbras y adornos grandiosos. La primavera sería recivida en sus salas como de verdad se merecía: con las sonrisas y la alegría de todo el lugar, las muchachas, los jóvenes, los niños y los abuelos. Los maridos esforzados y los esposas entregadas. Las viudas añejas y los jóvenes abandonados. Todos tendrían su sitio en su fiesta. Incluso, con un poco de suerte, aquellos extraños que llevaba tanto tiempo viendo en sus sueños.
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