29 septiembre 2007

JUANA

Juana soltó el aire que había contenido en sus pulmones de golpe, sonrió aliviada y corrió hacia Alfonso con sus brazos extendidos. Pero entonces paró en seco, frunció el ceño y le propinó una bofetada.

- ¿Pero qué haces? – preguntó Alfonso, sorprendido, aunque a decir verdad no muy dolorido.
- ¡Tú! – le gritó Juana- Tú lo sabías, traidor. ¡Y no me dijiste nada!
- Te juro que no lo supe hasta hace unos meses – confesó- Creí que tú también lo sabías, que tu silencio se debía a que estabas siendo discreta, o tal vez sentías algo de vergüenza. No sabía que te parecería algo tan horrible.

El joven caballero bajó la mirada y relajó sus hombros. Parecía abatido, y Juana sintió una punzada de culpabilidad. Al fin y al cabo, se había marchado sin dar mas explicaciones, y era fácil que él pensara…

- Alfonso – dijo suavemente- Te aseguro que si mi intención fuera casarme, no habría mejor marido en el mundo para mí que tú. No te ofendas, por favor, pues no es esa la razón de mi huida. Me marché porque no podía soportar la idea de ver mi vida reducida a criar hijos rollizos y fuertes, a elegir qué comeremos en los festejos de primavera o a bordar las camisas de mi marido y señor.
- No quisiera yo que corrieras ese destino – explicó Alfonso- Ni tampoco tuve derecho a elegir esposa. No te culpo por escapar en mitad de la noche sin despedirte de mí, ni tampoco he venido para llevarte a rastras. He venido porque me voy contigo.

Las palabras de Alfonso cayeron como una losa en medio del silencio. Su voz denotaba determinación, su mirada era decidida. Su afirmación, no requería respuesta, pues no era una pregunta: era como el destino que se graba a fuego en piedras eternas, algo que no se podía cuestionar.

Y así cabalgaron, uno junto al otro. Juana todavía no sabía dónde iban, ni cómo vivirían, ni qué los esperaba al final de su camino. Pero sí sabía con certeza, que Alfonso permanecería a su lado. Y eso hizo que lo demás dejara de tener importancia.