08 marzo 2007

CLAUDIA

La mañana había traído un airé cálido y una fragancia a retoños verdes, blancos, rojos. Pese al luto, Claudia no había permitido que sus jardineros descuidaran los cuidados debidos a jardines y huertos de frutales. La luz de la primavera no había venido sola. Trajo con ella colores y olores de la tierra viva y floreciente, y se adivinaban también los sabores añorados que el verano dejaría en sus platos. Claudia quería que todo eso inundase cada estancia y rincón de su castillo. Porque era su castillo. Claudia no sólo era la señora: era el alma y la cabeza del condado. Ya era así en vida y presencia de su marido, el señor, pues aunque éste era muy querido por todos sus vasallos, y respetado y obedecido, siempre había sido su esposa quien representaba la autoridad en el castillo y fuera de él.

Fernando, su ahora difunto esposo, la había conocido cuando ella apenas tenía trece años, y desde ese momento había sabido apreciar a la mujer que pronto sería, pues muchas de sus buenas cualidades ya estaban presentes en aquella niña espigada y de cabellera cobriza que miraba con serenidad de adulta y lo que, sospechaba, era sabiduría más propia de una anciana que de una adolescente. Cuando, tres años más tarde, se convirtió en su esposa, comprobó que sus sospechas eran ciertas, aunque en ningún momento había sospechado que a las cualidades de su carácter se uniría una belleza de la que no se cansaría a lo largo de los muchos años que duró su matrimonio.

Su matrimonio, sin embargo, se había terminado. Claudia echaba de menos a su esposo. Cada día y cada noche sentía que una parte de su ser había quedado mutilada, tullida, aunque donde exactamente de todo su cuerpo era difícil de precisar. A veces eran sus ojos los que parecían no conseguir ver bien nada; otras sus manos las que carecían del tacto acostumbrado. Las noches eran más frías y secas que ninguna otra primavera que recordase. Y un extraño frío que ninguna chimenea lograba caldear se había asentado en esa parte del pecho que siempre le había reservado a él y sólo a él, desde que, al casarse, Fernando la había dejado libre para decidir cuándo permitirle acercarse a su cuerpo y a su corazón, como compensación, tal vez, a no haber podido escoger con quien desposarse. Fernando se había ganado su amor, y ese amor había sido la piedra sobre la que todo su mundo había prosperado.

La vida sin ese amor era el mayor desafío al que Claudia jamás se había enfrentado.