Cruce de caminos

11 octubre 2007

Ysabel

Ysabel comenzó a dirigirse hacia el castillo, la emoción hacía que solo deseara ir más rápido, pero sabía que no podía forzar más a su pobre Aura. Cuando se adentró en le bosque que la separaba del castillo, oyó un ruido seco a su espalda, se giró asustada temiendo que la guardia de su padre la hubiera encontrado. Para su sorpresa se encontró frente a un joven de pelo castaño y ojos brillantes, alto y delgado, que con un dedo sobre sus labios la invitaba a permanecer callada mientras bajaba de su yegua. Ysabel se sintió asombrada, pero algo en su interior la hizo confiar en él, lentamente, apoyó sus pies en el suelo. “¿Quien sois?” Preguntó en un susurro. “me llamo Jorge” respondió él mientras arrastraba a ambas hacia un lugar más escondido en la parte frondosa del bosque. Allí vio Ysabel las pertenencias del joven, esparcidas por el suelo, como si se hubiera levantado de un salto al oírla llegar. Ese pensamiento llenó de angustia la mente de Isabel pues pensó entonces que podría ser uno de los hombres de su padre, así que en un segundo de despiste, aprovechó para sacar su pequeño puñal y apuntarle al cuello “No seréis uno de los guardias de mi padre ¿verdad? Porque no pienso volver”, el joven, sin salir de su asombro, negó con la cabeza, lo que hizo que Ysabel se relajara y bajase el puñal, resoplando de alivio, sabiendo más que nunca que necesitaba llegar, cuanto antes, al castillo.

29 septiembre 2007

CLAUDIA

El invierno había sido duro para todos en la comarca. Como si el dolor de la pérdida se extendiese de su corazón a sus dominios: las cosechas se habían malogrado a causa de una helada; los lobos hambrientos habían diezmado los rediles de ovejas; el río, sin causa aparente, no traía sus acostumbradas truchas y demás pesca. Parecía como si la muerte del señor hubiese extendido un manto de muerte, saliendo desde las ventanas de su dormitorio hasta alcanzar el más remoto rincón de la casa más lejana del señorío. El invierno había sido duro y frío, en su corazón y en el de todos sus súbditos. Por eso, había decidido atraer a la primavera con sus mejores artes de invocación de bienaventuranzas.

Bajó las escaleras a las que sólo ella tenía acceso y que llevaban a su tesoro. No el tesoro que su marido había estado tan orgulloso de poseer, no. El tesoro que su buen hacer, su control de los gastos, su esfuerzo y previsión, habían logrado reunir. Un tesoro de monedas, pero también de recursos menos ostentosos pero a veces mucho más necesarios. A fin de cuentas, el oro no puede comprar aquello de lo que el invierno ha privado a todos. No hay dinero en el mundo que pague por un trigo que no se ha recolectado, unas crías de oveja que no han nacido, una lana, un algodón, una leña que no se han podido recolectar o que ha ardido. Su tesoro era oro, sí, pero tambiuén todo lo que en una carestía se puede desear.

La luz primaveral iba robando cada día más minutos de buen sol a las largas noches invernales. El frío gélido iba dando paso a la templanza y sus verdores. Las salas y salones del palacio se vestían para una gran fiesta. Sus emisarios habían ido llegando a lo largo de toda la semana, y poco a poco los establos del castillo se llenaban de validos y mujidos, relinchos y gruñidos. Los perros de caza ladraban excitados presintiendo la tibieza y el aroma de la sangre. En las cocinas las manos no daban abasto y se teñían de blanco amasando panes y pasteles. El palacio bullía con la actividad desenfrenada, los nervios y la alegria palpables en el ambiente ante la cercanía del gran acontecimiento. Por una vez, los salones se engalanarían no para las grandes damas y caballeros de la más exquisita nobleza, sino para el pueblo, los campesinos, los ganaderos. Todos los detalles se estaban cuidando con esmero. Nada de pomposos estandartes y doradas telas: los fríos salones de piedra se cubrirían de las más bellas flores silvestres, de hojas de yedra, de trenzas de trigo y cebada. Las antorchas arrojarían su luz sobre las mesas de nobles maderas cubiertas con blancos manteles de lino. Las salas se perfumarían con romero, albahaca, lavanda. Un banquete, sí, pero uno donde los comensales se sintiesen como en su propia casa, y no cohibidos por palbras y adornos grandiosos. La primavera sería recivida en sus salas como de verdad se merecía: con las sonrisas y la alegría de todo el lugar, las muchachas, los jóvenes, los niños y los abuelos. Los maridos esforzados y los esposas entregadas. Las viudas añejas y los jóvenes abandonados. Todos tendrían su sitio en su fiesta. Incluso, con un poco de suerte, aquellos extraños que llevaba tanto tiempo viendo en sus sueños.

JUANA

Juana soltó el aire que había contenido en sus pulmones de golpe, sonrió aliviada y corrió hacia Alfonso con sus brazos extendidos. Pero entonces paró en seco, frunció el ceño y le propinó una bofetada.

- ¿Pero qué haces? – preguntó Alfonso, sorprendido, aunque a decir verdad no muy dolorido.
- ¡Tú! – le gritó Juana- Tú lo sabías, traidor. ¡Y no me dijiste nada!
- Te juro que no lo supe hasta hace unos meses – confesó- Creí que tú también lo sabías, que tu silencio se debía a que estabas siendo discreta, o tal vez sentías algo de vergüenza. No sabía que te parecería algo tan horrible.

El joven caballero bajó la mirada y relajó sus hombros. Parecía abatido, y Juana sintió una punzada de culpabilidad. Al fin y al cabo, se había marchado sin dar mas explicaciones, y era fácil que él pensara…

- Alfonso – dijo suavemente- Te aseguro que si mi intención fuera casarme, no habría mejor marido en el mundo para mí que tú. No te ofendas, por favor, pues no es esa la razón de mi huida. Me marché porque no podía soportar la idea de ver mi vida reducida a criar hijos rollizos y fuertes, a elegir qué comeremos en los festejos de primavera o a bordar las camisas de mi marido y señor.
- No quisiera yo que corrieras ese destino – explicó Alfonso- Ni tampoco tuve derecho a elegir esposa. No te culpo por escapar en mitad de la noche sin despedirte de mí, ni tampoco he venido para llevarte a rastras. He venido porque me voy contigo.

Las palabras de Alfonso cayeron como una losa en medio del silencio. Su voz denotaba determinación, su mirada era decidida. Su afirmación, no requería respuesta, pues no era una pregunta: era como el destino que se graba a fuego en piedras eternas, algo que no se podía cuestionar.

Y así cabalgaron, uno junto al otro. Juana todavía no sabía dónde iban, ni cómo vivirían, ni qué los esperaba al final de su camino. Pero sí sabía con certeza, que Alfonso permanecería a su lado. Y eso hizo que lo demás dejara de tener importancia.

14 septiembre 2007

YSABEL

Jorge se sentó en el suelo, se encontraba cansado después de un día tan completo de viaje… Cerró los ojos y liberó sus sentidos: podía oír perfectamente el aire que acariciaba las hojas de los robes y nogales de su alrededor, grandes hojas que comenzaban a tornar sus colores, de un verde brillante a un amarillo apagado hasta terminar en un marrón casi rojizo, a lo lejos el sonido del arroyo cercano le trajo recuerdos de días felices, días con sus hermanos jugando en el río. De repente comenzó a soplar una suave brisa que le proporcionó una agradable sensación de fresco, ya que el sol comenzaba a calentar pese a encontrarse en los primeros días del otoño. Poco a poco su cuerpo se dejó llevar a otro mundo, fue arrastrado por a los brazos de Morfeo que le llevó a ese mundo en el cual no había persecuciones, ni tenía que huir, en el que podía pasarse días enteros en la misma ciudad disfrutando de todo, haciendo sus malabares, paseando o sencillamente quedarse sentado observando a la gente pasar, era un mundo de paz… Así estuvo, en medio de sueños imposibles, hasta que el ruido de unos cascos le hizo salir de su ensoñación y una oleada de pánico recorrió su cuerpo.

28 marzo 2007

JUANA

Cabalgó toda la anoche, y toda la mañana siguiente. Al mediodía tuvo que parar a las afueras del segundo pueblo que cruzó. Ni el caballo ni ella podían aguantar mucho más.

La soledad del lugar y el cansancio habían hecho mella en su estado de ánimo. La confianza y seguridad con la que tomó las riendas de Olimpios en la noche cerrada se habían evaporado mientras cabalgaba. Tenía hambre y mucho sueño, y no tenía a dónde ir.

En un riachuelo diminuto que nacía de las entrañas mismas de la montaña se lavó la cara y se sentó a pensar. Olimpios bebía a su lado.

Tal vez había sido una decisión estúpida y precipitada, se dijo. ¿A dónde pensaba ir? ¿Cómo y dónde viviría? ¿Acaso conocía a alguien lejos de su hogar?

La idea de casarse con Alfonso y dedicar el resto de su vida a amar y servir seguía pareciéndole un suicidio. Pero no más que marchar sin rumbo a quién sabe dónde y vivir de Dios sabe qué.

Pobre Alfonso, pensó. Para él sería una humillación. La noticia se conocería en todo el condado, y las mujeres aburridas susurrarían en las esquinas. Su padre se enfadaría y su madre lloraría imaginando a su hijo sin descendencia.

En ese momento, Juana oyó un crujido justo detrás de ella. La sangré se le heló, y el corazón empezó a palpitar con fuerza. Las piernas le temblaban. ¿Y si eran ladrones? ¿O algo peor? Lamentó profundamente haber sido tan estúpida como para huir de su casa sin una daga, o una espada, o cualquier cosa que sirviera para defenderse. Las ramas más cercanas se separaron, y un hombre apareció tras ellas. Y un caballo detrás.

- Creo que esta es la mayor tontería que has hecho nunca- dijo Alfonso- ¡Y ni siquiera has tenido la decencia de hacerme partícipe!

09 marzo 2007

YSABEL

Cabalgó toda la noche, sin mirar atrás, intentando no pensar pues su cabeza no paraba de decirla que todo aquello era una locura aunque en su corazón sabía que estaba haciendo lo correcto. Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a asomarse por el este decidió parar al lado de un arroyo para que su querida Aura pudiera descansar y beber algo de agua, ella se encontraba demasiado nerviosa como para lograr dormir, solo quería llegar y poder hablar con ella, decidió que era mejor no pensarlo y se dedicó a observar el paisaje, adoraba el efecto de aquella luz tenue que comenzaba a posarse. Mientras contemplaba su alrededor comenzó a recodar los últimos meses, la verdad es que todo parecía haberse precipitado tanto… Sus padres denegaron su matrimonio con Gabriel por la poca fortuna que el poseía por lo que él partió a buscarla, después sus padres aprovecharon para comprometerla con Felipe, que poseía una gran fortuna, y aunque al principio parecía que la trataba con el respeto debido a una Dama, poco a poco fue descubriendo como se dedicaba a cortejar a otras damas con las cuales mantenía muchas veces algo más que palabras… Y esas noticias se extendieron de tal forma que ella terminó sufriendo el escarnio de las jóvenes damas del pueblo que se ensañaban reprochándola el no esperar a Gabriel.
Sacudió la cabeza y decidió que era momento de continuar, no quería entretenerse en demasía, pues en cuanto sus padres descubrieran su desaparición comenzarían a buscarla, en cambio, si se encontraba en lugar seguro, jamás la encontrarían, pero estando en los caminos desiertos… todo era posible y solo de pensarlo un escalofrío recorría su espalda:
-“Vamos Aura, te prometo que cuando lleguemos dejaré que descanses varios días” –susurró mientras acariciaba su lomo y se impulsaba para subir. Cabalgó varias horas antes de divisar el castillo, una sonrisa asomó a su rostro:
“Venga pequeña, ya queda poco”- Animó a su fiel corcel.

Lo que Ysabel no se imaginaba era el rumbo que tomaría en ese momento su camino.

08 marzo 2007

CLAUDIA

La mañana había traído un airé cálido y una fragancia a retoños verdes, blancos, rojos. Pese al luto, Claudia no había permitido que sus jardineros descuidaran los cuidados debidos a jardines y huertos de frutales. La luz de la primavera no había venido sola. Trajo con ella colores y olores de la tierra viva y floreciente, y se adivinaban también los sabores añorados que el verano dejaría en sus platos. Claudia quería que todo eso inundase cada estancia y rincón de su castillo. Porque era su castillo. Claudia no sólo era la señora: era el alma y la cabeza del condado. Ya era así en vida y presencia de su marido, el señor, pues aunque éste era muy querido por todos sus vasallos, y respetado y obedecido, siempre había sido su esposa quien representaba la autoridad en el castillo y fuera de él.

Fernando, su ahora difunto esposo, la había conocido cuando ella apenas tenía trece años, y desde ese momento había sabido apreciar a la mujer que pronto sería, pues muchas de sus buenas cualidades ya estaban presentes en aquella niña espigada y de cabellera cobriza que miraba con serenidad de adulta y lo que, sospechaba, era sabiduría más propia de una anciana que de una adolescente. Cuando, tres años más tarde, se convirtió en su esposa, comprobó que sus sospechas eran ciertas, aunque en ningún momento había sospechado que a las cualidades de su carácter se uniría una belleza de la que no se cansaría a lo largo de los muchos años que duró su matrimonio.

Su matrimonio, sin embargo, se había terminado. Claudia echaba de menos a su esposo. Cada día y cada noche sentía que una parte de su ser había quedado mutilada, tullida, aunque donde exactamente de todo su cuerpo era difícil de precisar. A veces eran sus ojos los que parecían no conseguir ver bien nada; otras sus manos las que carecían del tacto acostumbrado. Las noches eran más frías y secas que ninguna otra primavera que recordase. Y un extraño frío que ninguna chimenea lograba caldear se había asentado en esa parte del pecho que siempre le había reservado a él y sólo a él, desde que, al casarse, Fernando la había dejado libre para decidir cuándo permitirle acercarse a su cuerpo y a su corazón, como compensación, tal vez, a no haber podido escoger con quien desposarse. Fernando se había ganado su amor, y ese amor había sido la piedra sobre la que todo su mundo había prosperado.

La vida sin ese amor era el mayor desafío al que Claudia jamás se había enfrentado.

04 marzo 2007

JUANA

- ¡¡¡HE DICHO QUE NO LO HARÉ, Y NO PIENSO HACERLO!!!

Los jarrones volaban por el cuarto de Juana chocando estrepitosamente con paredes, tapices, cuadros, y estallaban en mil pedazos. Los retratos de parientes lejanos (y la mayoría, muertos) lucían ahora manchas de agua sucia y trozos de cristal. Pronto la tomaría con los almohadones, las bandejas y en definitiva, con todo lo que estuviese en su habitación.

La noticia de su compromiso no había acompañado la alegría acostumbrada de estas ocasiones. No es que no quisiese a Alfonso. Le quería mucho porque habían crecido juntos. Aprendieron juntos a montar y a bailar, robaron manzanas de la cocina a los seis años y una yegua a los catorce, que fue recuperada con enfado por dos viejos amigos: sus padres.

Juana siempre tuvo la sospecha de que este momento llegaría, pero prefería no pensar en ello cuando Alfonso y ella perseguían conejos en el bosque más cercano a sus casas, e ignoraba la sonrisa complacida de su madre cada vez que le decía que se iban juntos a por nueces, mariposas, o cualquier otra cosa.

Pero el día llegó. Y cuando Juana se negó en rotundo a casarse con Alfonso su padre se enfadó muchísimo. Le recordó que no tenía derecho a cambiar, de ningún modo, los planes que habían hecho para ella, y Juana se pasó el resto de la noche destrozando su habitación y sin cenar. Al amanecer tomó su decisión. Y a la noche siguiente, cogió su caballo y se marchó.